30 de agosto de 2012

Madrugadas oscuras y frías.





















Extrañé el frío. Después de mucho tiempo, acostada observando la pared de mi habitación de hotel que había pagado hace menos de cuarenta minutos, extrañé el frío. La oscuridad se adentra en la pequeña estancia despacio, atrapando cada rinconcito de luz. Pronto, me encontraría cubierta de una lobreguez tan pegajosa y pesada que me obligaría a avanzar hacia el sueño. Suelto un sollozo, y permito que la oscuridad acaricie las paredes, las cortinas, la cama, mi piel. Durante un segundo, me sentí extrañamente desnuda. Abrí los ojos y al mirar el reflejo de la ventana, me di cuenta de lo que podría ser lo más importante que hubiese hecho en todo el día. Me dí cuenta de que no extrañaba el frío. Extrañaba la persona que siempre me hacia recordar lo agradable que llega a ser el frío. Y, por un momento, odié con toda mi alma el frío, pues sin darme cuenta, ya estaba encajado en la habitación, y esa noche, era el único acompañante que estaría dispuesto a compartir la oscuridad. 

Palabras sin voz


Podía decir que sostuve la felicidad entre mis dedos. Si, podría.
Aun siento el incesante repiqueteo de las ideas de mi cabeza. Una vez más, me giro hacia la ventana, y con la vista nublada de sentimientos contradictorios, suspiro al cristal mientras una ola de asfixia escala por mi tráquea. Me oprime el pecho, y unos golpes secos intentan salir de mis pulmones, vacíos. Un gemido de dolor logra escapar de mi garganta, seca, dolorida. Luego, lágrimas.
Podía decir que saboreé la felicidad, intenté retenerla en el paladar para que su dulce y ácido sabor permaneciese dentro de mí. Si, podría.
Mi vida coexiste dentro de mi, haciendo de sus propias decisiones mi propias experiencias. Me siento una intrusa en mi propio cuerpo. Necesitaba volver, regresar.